Por qué el SDDR rompe con la idea de que reciclar es un deber

Por qué el SDDR rompe con la idea de que reciclar es un deber

Miguel Ángel Quintana Paz | 8 oct 2017

Desde tiempos inmemoriales los grupos humanos se han enfrentado a una cuestión palpitante: ¿cómo conseguir que sus miembros cumplan las normas comunes? ¿Cómo evitar que cada cual, haciendo lo que bien le pueda apetecer, perjudique al grupo? En nuestros días esa cuestión se ha vuelto si cabe aún más acuciante: hoy algunas de nuestras acciones pueden acabar repercutiendo en toda la humanidad (hay problemas ecológicos mundiales) y por tanto incumplir las normas de convivencia puede tener efectos especialmente dañinos no solo para una parte, sino para toda nuestra especie.

Las respuestas que han dado los humanos a esta cuestión son principalmente de dos clases. Y de dos clases muy diferentes.

La primera incluye todas las respuestas que apelan a la honorabilidad o al deber de cada individuo. Debes portarte bien con tu grupo, según esta postura, porque hacerlo te hace una mejor persona; porque podrás sentirte más orgulloso por lo buen compañero, o buen ciudadano, o buen ser humano que eres. Cumplir con tu deber quizá no te aporte ningún beneficio material, pero eso es justo lo que lo hace especialmente hermoso, lo que te hace éticamente hermoso.

La segunda clase de respuestas a cómo conseguir que la gente cumpla con sus obligaciones es totalmente distinta. Según este modo de plantearse las cosas, cada ser humano actuamos buscando solo nuestro beneficio personal, somos como lobos infinitamente egoístas. No tiene sentido, pues, esperar que la gente actúe bien solo por cumplir con su deber, o por sentirse honorable, o por verse a sí mismos como buenas personas. De hecho, todo eso son engaños: no somos y nunca seremos “buenas personas”. Ahora bien, eso no significa que seamos incontrolables. Precisamente porque cada cual busca su provecho a toda costa, basta con aplicar castigos o recompensas adecuados y podremos convertir a esos lobos en corderitos que caminen por la senda socialmente más conveniente.

En muchas sociedades del pasado, y algunas contemporáneas, esto significaba aplicar la estrategia del palo y la zanahoria, donde si bien la zanahoria solía ser metafórica, el palo a menudo no lo era tanto. Ahora bien, en nuestras sociedades contemporáneas y occidentales, el castigo, sobre todo si incluye violencia, suele estar mal visto. De modo que a menudo se prefiere la zanahoria: dar algún tipo de recompensa (“incentivo”, en el lenguaje de las ciencias sociales) para que la gente actúe como debería actuar.

Esta mentalidad cuadra bastante bien con otro hecho: que nuestras sociedades son sociedades capitalistas. La mentalidad capitalista parece basarse en aquella reflexión, de Adam Smith, según la cual no es porque el carnicero, el cervecero o el panadero sean bellísimas personas por lo que podemos disfrutar de nuestra cena, sino simplemente porque son individuos que buscan su beneficio y lo obtienen si nos venden el filete, el botellín y la hogaza que luego engulliremos. Así pues, el mismo estímulo que lleva a carniceros, cerveceros y panaderos a darme alimento es el que podría llevar a todo el mundo a cumplir cualquier norma: la búsqueda de su propio beneficio económico. Debemos organizar nuestra sociedad como un gran mercado en que todos los que cumplan alguna norma se lleven para casa algún tipo de ganancia en el bolsillo.

Aunque Smith formuló esta idea ya en el siglo XVIII, podríamos decir que es en los últimos años cuando ha alcanzado un éxito más notable ante todo tipo de público. Libros como Freakonomics, de Levitt y Dubner en 2005, o The Armchair Economist, de Landsburg en 1993, persiguen mostrarnos del modo más divertido posible que en realidad todos respondemos a incentivos continuamente. Y que, por lo tanto, si queremos mejorar nuestra sociedad, el mejor camino es crear nuevos y astutos incentivos que hagan que la gente se porte del modo más benéfico para nuestra sociedad.

Parece evidente que esta es la mentalidad que está detrás del modo de reciclaje SDDR (siglas de “Sistema de Depósito, Devolución y Retorno”). La idea parece simple: se trata de implantar de forma obligatoria en toda España un nuevo sistema de reciclaje de envases de bebidas. Ya no se trataría de que cada cual recicle por obligación ciudadana, como hasta ahora. El nuevo sistema consistiría en recompensar a cada persona que devuelva un envase de una bebida: se le reembolsaría una pequeña cantidad, que previamente habría pagado por comprar ese envase. Si queremos aumentar el número de personas que reciclan los envases usados, ¿qué mejor que darles unas cuantas zanahorias cada vez que reciclen? ¿Qué podría fallar?

Por desgracia, la respuesta es simple: lo que falla es toda esa mentalidad de tratar a los seres humanos como si solo fuésemos máquinas ansiosas de obtener cualquier tipo de beneficios. Porque los seres humanos no somos máquinas ansiosas de obtener cualquier tipo de beneficios. Tras la fiebre economicista de autores como los citados, están empezando a aparecer más y más estudios que así lo indican.

Una buena recopilación de este enfoque lo ofrece el economista Samuel Bowles en su libro The Moral Economy: Why Good Incentives are No Substitute for Good Citizens (“La economía moral. Por qué unos buenos incentivos no sustituyen a unos buenos ciudadanos”), publicado el año pasado. Bowles utiliza numerosos ejemplos en ese volumen, que corroboran estudios previos como el de Gneezy y Rustichini, que ya tiene casi veinte años. En este experimento, los responsables de una guardería decidieron poner pequeñas multas económicas a los padres que llegaran tarde a recoger a sus hijos, con el objetivo de que lo hicieran menos y así las maestras pudiesen librarse cuanto antes de su obligación de quedarse esperando con los desamparados niños. ¿Cuál fue el resultado? Que, tras implantar las multas, de media, los padres empezaron a llegar aún más tarde a recoger a sus retoños.

No es difícil entender lo que pasó. Cuando no existían las multas, los padres sentían que las maestras les estaban haciendo un favor al cuidar de sus hijos fuera del horario escolar, y por lo tanto procuraban no abusar demasiado de ellas: los retrasos existían, pero con cierto límite. Pocos padres deseaban verse a sí mismos como abusones de unas pobres empleadas que tratan a sus hijos amorosamente. Sin embargo, cuando empezaron a existir multas por llegar tarde, toda la situación cambió: cualquier padre ya no sentía que abusaba si llegaba tarde, sino que simplemente estaba pagando a las maestras (mediante la multa) por ese tiempo extra que dedicaban a su hijo. Lo que antes era una obligación (llegar puntuales) ahora era ya solo una opción más que, si económicamente no les convenía, no tenían por qué realizar.

Bowles nos muestra muchos otros ejemplos en que se produce algo similar: cuando empiezas a tratar a la gente como si solo le importara su propio beneficio… la gente empieza a comportarse más y más como si solo le importara tal beneficio. La mentalidad economicista de que solo funcionamos por incentivos… crea gente que funciona solo por incentivos. Y eso hace que a menudo la gente se porte peor que si hubiésemos apelado a su sentido del deber, a su honorabilidad o a su responsabilidad.

La enseñanza que cabe extraer de todo esto para el SDDR es fácil. Hasta ahora reciclar es en nuestra sociedad un deber cívico, más cumplido por algunos, algo menos por otros. Ahora bien, si empezamos a decirle a la gente que recicle solo porque recuperarán así unos cuantos céntimos, desaparecerá rauda la idea de que es un deber, y comenzará a cundir la de que es un mero negocio. Y que cada cual debe reciclar solo si económicamente le conviene. Sin duda, los céntimos que te reembolsarán por un envase serán un estímulo suficiente para que algunas personas se tomen la molestia; pero otras muchas pensarán que esta no merece la pena a cambio de una cantidad monetaria tan ínfima: y dejarán de hacerlo. Reciclar para sentir que eres un ciudadano responsable es un motivo poderoso para que mucha gente lo hagamos; pero si el Estado nos dice, primero, que no se fía mucho de nuestra honorabilidad a secas y, segundo, que nos va a pagar unos pocos céntimos a modo de zanahoria, lo más probable es que no nos queden ganas de hacerle mucho caso.

Al fin y al cabo, no lo olvidemos, la estrategia del palo y la zanahoria se ideó originariamente para “convencer” a los asnos. Y es razonable que mucha gente, a la que no le guste ser tratada como tal, empiece a portarse peor si ve que así le ocurre.

 

Miguel Ángel Quintana Paz es Profesor de Ética y Antropología Social en la Universidad Europea Miguel de Cervantes.